¿Qué Deforma el Deseo?
Un niño sostiene dos caramelos. Tú le das a otro tres. El primero baja la mirada, luego te observa: ¿Por qué ella tiene más?
Ese diminuto instante de comparación es el silencioso nacimiento de una distorsión que nos acompaña toda la vida. A menudo culpamos a los padres, la cultura o la sociedad por torcer nuestros deseos. Pero una distorsión más sutil comienza mucho antes, en el momento en que aprendemos a contar.
De las Palabras a los Números
Cuando un niño aprende palabras, entra en el mundo del lenguaje y del sentido compartido, lo que Lacan llamó el Orden Simbólico. Las palabras separan y definen: esto es una silla, aquello es un gato, tú eres Ana (no Anna). Las palabras crean diferencia, pero también abren el horizonte del deseo, porque ninguna palabra capta del todo lo que nombra. Siempre queda algo ausente, algo más allá. Esa ausencia alimenta la imaginación, el amor y el anhelo.
Los números, sin embargo, son distintos. Si las palabras son como recipientes con forma fija, los números son vasijas vacías. El número cinco puede contener sillas, años, “likes” o dólares. Es pura abstracción, y en eso reside su extraño poder. Como los números pueden apilarse y compararse, no solo describen la realidad: la jerarquizan.
Con los números, lo que Lacan llamó manque —la Falta fundamental— cambia de forma. Ya no es solo un vacío abierto que pone en marcha el deseo. Se convierte en un déficit cuantificado. Dos es menos que tres. Diez es más que cinco. Desde la infancia aprendemos no solo a desear, sino a medir nuestro deseo contra el deseo de los demás. Perdemos de vista lo que queremos y comenzamos a perseguir los números mismos.
La Vida en el Marcador
Es cierto que los números traen justicia y claridad. La ciencia, la música y la justicia dependen de ellos. Pero cuando se aplican al sentido del yo, corroen.
Esta es la lógica del marcador. Pasamos por las redes sociales y sentimos la punzada de la comparación: un amigo con más seguidores, una foto con más “me gusta”. Medimos nuestro valor en salarios, metros cuadrados, notas o calorías. La ansiedad de tener menos, el vacío triunfo de tener más: esta es la gramática del deseo cuantificado.
Reduce la realidad a un modo binario, unos y ceros, tener o no tener. El capitalismo no solo usa números, los teje en nuestra identidad misma, creando una moneda del yo. Nuestros días están llenos de métricas: gráficos de productividad, puntajes de crédito, tasas de interacción. Confundimos nuestra identidad con nuestras posesiones, como si nuestro valor creciera con la pila de cosas que acumulamos, muchas de ellas sin valor alguno. El deseo, antes una fuerza creativa que nos impulsaba hacia lo desconocido, se derrumba en aritmética. La vida se vuelve una carrera agotadora por mantener el paso.
Lo que No Puede Contarse
Y sin embargo, las partes más ricas de la vida resisten esta aritmética. La calidez de una mirada. El silencio después de la risa con un amigo. El modo en que un atardecer inunda el cielo con colores que ningún número podría capturar. Estas experiencias son poderosas precisamente porque no se pueden medir. Pertenecen a lo incalculable, al núcleo incontable de estar vivos.
El Yo Incontable
La tarea, entonces, no es abolir los números sino desafiar su tiranía sobre el sentido. Es privilegiar activamente lo incontable en nosotros y entre nosotros.
Esto significa buscar momentos que desafíen la medida: una conversación que divaga sin objetivo, un proyecto perseguido por la extraña alegría de hacerlo, un silencio compartido que no necesita validación. Es en esos espacios, entre las métricas y por debajo de los rankings, donde el deseo vuelve a respirar libremente. No como un querer más, sino como un profundo impulso hacia la hondura de nuestra propia experiencia.
Nuestro valor nunca estuvo destinado a ser calculado. Solo puede vivirse. La rebelión final contra la distorsión es anclarnos no en lo que tenemos, sino en lo que somos: desordenados, incuantificables y vivos.
Pon a prueba tus deseos en mi post relacionado aquí.
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