Sin Palabras No Hay Deseo

De la Necesidad al Deseo

Un recién nacido siente hambre. El cuerpo grita. Eso es necesidad. Se le da leche, y el cuerpo se calma. Pero en el momento en que otro toma ese llanto y le da un nombre —“el bebé quiere leche”— nace algo nuevo. El lenguaje entra en el mundo del infante. Y con el lenguaje, el deseo.

Porque la demanda siempre excede a la necesidad. La leche llena el estómago, pero el llanto también pide amor, presencia, reconocimiento. Ningún objeto puede dar todo eso. Algo se escapa, algo que no puede satisfacerse. Ese resto es el deseo. Y por eso solemos confundir el deseo con un simple deseo puntual.


Deseo, Objeto y Objét Petit a

Un deseo puntual es concreto: un coche, un ascenso, un amante, unas vacaciones. Los deseos pueden satisfacerse o abandonarse. El deseo, en cambio, es distinto: cada deseo oculta un deseo mayor, y el deseo no puede ser satisfecho. No apunta al objeto, sino a ese resto que el niño anhela. El objeto es solo un señuelo, lo que Lacan llama el objét petit a: la causa del deseo, el pequeño señuelo en torno al cual gira. Nunca deseas realmente el coche, el trabajo, el amante o las vacaciones. Deseas la falta que ellos representan, la carencia que te impulsa.


El Gran Otro y los Fantasmas Cotidianos

Un hombre prepara café cada mañana, moliendo, midiendo, vertiendo con precisión. No persigue solo la cafeína. Escenifica una conversación con la ausencia: el padre que lo abandonó. Recuerda aquella mañana en que su madre sirvió café a su padre antes de la despedida, el olor grabado en él como una memoria que nunca muere. Pero no se trata solo de su padre como individuo. Detrás de esa figura está el Gran Otro: todo el orden de la ley, el lenguaje y el sentido en el que su padre alguna vez lo introdujo. El vapor que sube de la taza no es solo un fantasma del hombre, sino de la ley simbólica que encarnaba, todavía gritando por qué se fue, por qué lo que debía ser una familia nunca lo fue.

Una mujer anhela un hijo. Más tarde admite que nunca le gustaron los niños. Lo que obedecía era el susurro cultural ensordecedor: “No estás completa si no eres madre”. Ese susurro viene del Gran Otro, la red de familia, género y cultura. Cuando eligió adoptar, no terminó con su deseo, sino que lo reubicó. Esquivó el guion del Otro y comenzó a escribir el suyo propio.


Deseo, Demanda y Sujeto

He aquí el punto: el deseo nunca es simplemente nuestro. Siempre está enredado con el Gran Otro: padres, cultura, ley, el orden simbólico mismo. Y sin embargo, dentro de ese entramado, cada uno está perseguido de manera singular. La tarea no es escapar del deseo (imposible), ni seguirlo ciegamente a través de los objetos, sino serle fiel, no traicionarlo.

El deseo del sujeto nace en los primeros años, como resultado de una falta fundamental. Al crecer, ese niño se encuentra con la Demanda del Otro: padres, sociedad, amigos. Esa demanda también es un tipo de deseo, pero nacido en el Otro. Aunque el deseo siempre es “el deseo del Otro”, Lacan traza una distinción: la demanda pertenece al Otro, mientras que el deseo resuena más cerca del sujeto.


Antígona y la Ética del Deseo

Esto es lo que Lacan vio en Antígona. Ella afirma obedecer las “leyes no escritas de los dioses”, y su insistencia en enterrar a su hermano desafía de frente la demanda de Creonte. Pero lo que fascina a Lacan es su negativa a ceder, que va mucho más allá de cualquier ley. Ella sabe que morirá, y aun así no retrocede. No cede. Su deseo brilla en su forma pura y aterradora: más allá de la utilidad, más allá de la felicidad, incluso más allá de la vida misma. Este es el punto en que el deseo roza la jouissance, un extraño “goce” que no es simple placer sino una satisfacción hallada en el exceso mismo de ir demasiado lejos, incluso hasta la destrucción.

Esta historia se repite en santos, mártires, científicos y políticos que siguieron su deseo a pesar de las demandas de detenerse. Pero aquí hay que ser precisos: el fanatismo no es deseo, ni lo es la terquedad. El fanatismo borra al sujeto en servicio de una ideología; la terquedad es un síntoma de neurosis, psicosis o perversión. El deseo, en el sentido de Lacan, es algo completamente distinto, siempre singular, ligado a la relación única del sujeto con su falta.


Contra la Pirámide

La idea lacaniana del deseo contrasta fuertemente con la pirámide de Maslow. Maslow imagina la vida humana como una escalera de necesidades: una vez satisfechas la supervivencia y la seguridad, ascendemos hacia el amor, la estima y finalmente la autorrealización. Cumple la jerarquía y llegas a la cima. Pero Lacan muestra que no hay cumbre. Cada necesidad expresada en palabras deja un resto. El deseo no asciende hacia la plenitud; circula en torno a la falta sin fin.


El Trabajo del Análisis

Aquí es también donde algunas religiones y filosofías que predican la anulación del deseo se derrumban. No hay manera de dejar de desear; incluso el deseo de dejar de desear es en sí un deseo.

Y la razón es simple: el deseo nace en el inconsciente. El inconsciente no es un sótano donde se guardan recuerdos reprimidos, como alguna vez imaginó Freud. Para Lacan, el inconsciente está estructurado como un lenguaje. Los sueños, los lapsus, los síntomas: son frases, fragmentos de discurso. Nuestro deseo inconsciente habla a través de ellos, y el psicoanálisis es el trabajo de leer esos mensajes. No se trata de curar el deseo, sino de ayudar al sujeto a comprender su relación con su falta.

Un psicoanálisis adecuado ayuda al sujeto a encontrar palabras que se acerquen a esa falta. La angustia —en el neurótico, el psicótico o el perverso— suele aparecer cuando las palabras que usamos para anclarnos se atascan. Quedamos ligados a un objeto o situación que promete llenar el vacío. Cuando esa promesa inevitablemente falla, la sensación de que “algo está mal” se intensifica. El análisis hace posible aflojar esos anclajes. Todavía puedes perseguir las cosas que crees que traerán felicidad, pero también puedes replantearlas, o incluso reemplazarlas, sin ser destruido cuando no cumplan.

El rol del analista aquí es crucial: no proporciona las “respuestas correctas”, sino que ocupa la posición del Gran Otro, emitiendo la Demanda del Otro, la demanda de hablar. En ese espacio, el inconsciente puede aflorar, y el sujeto puede comenzar a trabajar tanto la demanda como el enigmático deseo del Otro, cristalizado en la inquietante pregunta de Lacan: Che vuoi? —¿Qué quieres de mí?


No Ceder, Vivir con Estilo

¿Por qué la represión no es una solución? Porque ceder es traicionar la forma singular en que tu falta habla a través de ti, y vivir solo según el guion de otro. La represión es el camino a la neurosis. El joven que estudia derecho solo porque su familia lo exige puede parecer estable, pero su vida se corroe desde dentro, perseguida por la música que negó.

Perseguir objeto tras objeto con la esperanza de satisfacer el deseo también es vacío. El deseo no puede curarse. Pero sí puede vivirse, y la manera de hacerlo es con estilo.

El estilo es cómo respondes al Gran Otro: con ironía, invención, rechazo, juego. Es el abogado que escribe óperas por la noche, la mujer sin hijos que reinventa la maternidad cuidando animales, el barista que toca la máquina de espresso como un instrumento, reclamando el gesto de su padre como su propio arte.

La vida ética no consiste en alcanzar una cima de satisfacción. Consiste en negarse a silenciar la parte de ti que nunca, jamás, podrá silenciarse.


Sin palabras no hay deseo. Pero con palabras, siempre hay falta. Vivir es estar perseguido. Vivir bien es escenificar esa persecución con coraje y con estilo. 



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