El origen del deseo entre las dos Faltas: la Ley ausente y la Mirada infinita
Cada acto humano comienza en la oscuridad.
No sabemos qué ocurrirá al hacerlo, y sin embargo lo hacemos. Jugamos a la lotería con nuestras acciones, desde la más sencilla hasta el plan más complejo. Ese desconocimiento de la consecuencia parece, en principio, un defecto, pero es, más bien, el pulso mismo del deseo.
El deseo no es certeza, es su contrario: incertidumbre. Es la realización de algo que no se tiene y que, por lo tanto, exige cambio, movimiento. Agua, sexo, comida, un nuevo teléfono, una nueva pareja. El deseo comienza cuando la certeza se detiene y algo se agita dentro de nosotros.
Hoy, en un mundo saturado de información y control, donde todo puede ser previsto, el deseo se apaga. El sujeto ya no es quien desea: las grandes corporaciones desean por él. Los jóvenes lo sienten como un cansancio sin nombre, una ausencia de impulso. No es que no quieran nada, sino que ya no creen que querer algo por sí mismos sea posible.
Las dos faltas del ser humano
Lacan nos enseña que el deseo humano se articula entre dos faltas fundamentales: una que nos constituye como sujetos del lenguaje (ligada a la Madre simbólica) y otra, más devastadora, que aparece cuando falta la función que debería limitar y dar sentido a ese deseo (propia del Padre simbólico).
La primera es la falta estructural, la que surge cuando entramos en el lenguaje. Al hablar, guiados por quienes nos cuidan, representantes del deseo materno, perdemos la inmediatez de la vida: algo queda fuera de toda palabra, en un limbo de ignorancia que, si se mira demasiado de cerca, puede volverse locura. Es la ansiedad primordial ante lo innombrable, como cuando alguien dice “un animal peligroso está cerca”, pero no sabemos qué animal, ni qué tan cerca, ni qué tan peligroso es. La duda se encadena a otra duda, y así la mente se construye a sí misma.
Esa ausencia funda el movimiento del deseo. Buscamos siempre un objeto, una mirada, una idea que prometa colmar lo imposible. Es la falta que nos mantiene vivos, la que nos empuja a crear, amar, pensar.
Y es que, como afirmó Lacan; casi como una ley universal, el deseo (de uno) es el deseo del Otro (con mayúscula). Esto se observa claramente en el sexo: el verdadero placer aparece cuando se sabe, de algún modo, que hay deseo en el otro (“Money can’t buy me love”, como cantaban los Beatles). En la vida cotidiana, las señales son más ambiguas, pero el deseo nace también de una falta en el Otro proyectada en nosotros. O mejor dicho, de lo que uno cree que le falta a ese Otro y que podría suplir, liberando así una cuota propia de felicidad, al servir de vasija para esa carencia ajena.
Sin embargo, existe una segunda falta, más peligrosa y patógena: la que se produce por una falla en el orden simbólico, cuando el Nombre-del-Padre no logra sostener el mundo. No se trata del hombre real que algunos llaman “papá”, sino de la función que introduce ley y sentido, la que separa los deseos probables (heredados del campo materno) de aquellos que son realmente posibles. Cuando esa función se ausenta o se debilita, el sujeto queda a la intemperie.
Las dos miradas: entre el deseo y la ley
Cuando el Nombre-del-Padre falta (esa función que define la lógica del mundo al traer la Ley), la mirada de la madre ya no encuentra límite; se vuelve infinita, demandante, envolvente. En ese punto, el hijo corre el riesgo de convertirse en el falo de la madre, el objeto destinado a colmar su falta imaginaria. Y ese lugar (el de ser el falo para el Otro) es el más asfixiante de todos, porque en él no se permite desear.
Cuando la mirada de la madre falta, la del padre simbólico se vuelve rígida: un camino asfixiante y mortal que dicta que solo hay una forma correcta de vivir, y que, si no es así, el mundo se derrumba.
Cuando, en cambio, la ley se impone sin deseo, el mundo se vuelve árido, sin ternura ni juego.
Por eso, la función del padre simbólico (que puede ejercerla un hombre, una mujer, una palabra justa o incluso una obra) no es reprimir, sino abrir el espacio donde el deseo del infante puede respirar sin culpa.
Conviene recordar que, cuando hablamos aquí del padre simbólico o de la mirada materna del Otro, no hablamos de personas concretas, sino de funciones.
La función paterna es la palabra o la ley que introduce un límite, que separa y organiza el mundo. No siempre la ejerce el padre biológico: puede ser un maestro, una institución, una religión o incluso un acto de justicia.
La función materna, en cambio, es la del Otro primordial: aquel que nos acoge en el lenguaje, que nos nombra y nos sostiene. Ambos registros pueden habitar en cualquier cuerpo, sin importar género ni parentesco.
El deseo de la madre se transmite con fuerza, porque se siente primero en el cuerpo del bebé, mientras que la ley simbólica llega después, en la infancia, y se aprende en la palabra: en el gesto que separa sin destruir.
La tarea más delicada de la vida es transformar ese mandato heredado de ambos padres en un deseo que pueda asumirse como propio, aun sabiendo que nunca lo es del todo.
Cuando ambas fuerzas se equilibran, el sujeto aprende la forma más difícil del amor: desear sin poseer, cuidar sin esclavizar. Y en ese delicado equilibrio, las faltas dejan de ser agujeros que devoran y se convierten en horizontes que llaman.
El peso de la herencia
El deseo necesita riesgo. Se alimenta de incertidumbre. Por eso, aquello de “honrar al padre y a la madre” no significa obedecerlos, sino reconocer el peso simbólico de lo que representan. Aceptar que venimos de esa trama (y de esos traumas), a veces torpe, a veces herida, y que solo reconociendo sus límites podemos separarnos: ese es el camino hacia la libertad emocional.
Y esa aceptación no es rendirse. Es dejar de esperar que el Otro cambie. Es comprender que el padre real, con su culpa y su encierro, no es el padre simbólico (y que hay otros padres simbólicos siempre cerca).
Y que la madre tiene su deseo, y el del niño es otro, distinto.
El amor, como el lenguaje, nunca es recíproco del todo. Se ama siempre en un solo sentido, pues no hay comunicación perfecta ni relación perfecta (no hay relación sexual). El Otro con mayúscula nunca responde, y sin embargo seguimos hablándole, pidiéndole que nos guíe, nos proteja, tratamos de hacerlo feliz. Pero es precisamente en ese silencio donde reside la dignidad del deseo: se mueve incluso cuando no hay eco.
El renacer del deseo propio
El deseo en el niño (ese deseo que luego llamará “propio”, aunque siempre se teja con el del Otro) no se forma con discursos, sino con ejemplos.
Educar a los hijos no es, como suele creerse, imponer valores: es mostrarles cómo se vive el deseo, decirle al hijo: “yo deseo, y sobrevivo a ello.” Decirle: “yo hago lo que mi corazón anhela”, ya sea como profesión o como acto de reconciliación con la vida. Es mostrarle el modo en que uno mantiene viva una pasión, incluso entre ruinas.
A veces eso se ve en gestos simples: un padre que sigue escribiendo aunque nadie lo lea, una madre que dedica horas a un huerto que morirá en invierno, o a un proyecto social condenado al fracaso, sin esperar reconocimiento.
Cuando un hijo presencia esa obstinación tranquila y la comprende como manifestación de deseo, también él puede hacer pasar por suyo ese movimiento de la vida que, en el fondo, siempre viene del Otro.
Porque toda creación (un poema, una decisión, una vida) comienza con no saber.
Y quizá el destino más alto del deseo no sea encontrar su objeto, sino seguir moviéndose a pesar de su imposibilidad.
Porque no hay relación sexual, pero sí hay palabra: ese resto que, al no unir del todo, nos mantiene vivos.
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