La Madre Fragmentada y la Gramática del deseo. Cómo se fundan nuestras sombras.
Hace tres mil años, en un mundo brutalmente patriarcal, el pueblo judío decretó que sería judío quien naciera de madre judía. Fue una grieta minúscula en el muro del patriarcado, una victoria silenciosa que otorgó a la mujer un poder fundamental: ser la puerta de entrada a la identidad.
Pero ese poder fundacional no es inocente; esconde la fuerza más ambigua, el origen de toda neurosis: el deseo y la mirada de la madre (Seminario X).
Los rabinos comprendieron algo esencial: lo primero que un ser humano absorbe, la lengua, los ritmos, los gestos, la mirada, los rituales de limpieza y de comunión social, no viene del padre. Viene de la madre. Ella es el primer universo, el filtro primordial de la realidad. Decide, consciente o no, qué se nombra y qué se silencia, qué se muestra y qué se oculta. En un mundo hostil, la madre es el refugio y la frontera: lo que protege, pero también lo que limita.
El padre, como teorizó Lacan, irrumpe después. Es la Ley, el corte, la rigidez que separa al niño de la fusión inicial con la madre. La madre es el suelo; el padre, la señal de tránsito que indica cómo caminar sobre ese suelo.
Desde la psique, definir a la madre resulta más fácil que definir a la mujer. La mujer puede ser percibida como un infinito de variaciones posibles: puta, santa, creadora, destructora, cuerpo y ausencia. La madre, en cambio, puede ser reducida a una función básica: amamantar, enseñar, proteger. Pero tras esa aparente simplicidad reside la fuerza más poderosa y ambigua de la existencia humana.
Esta santidad asignada a la madre no es solo teoría. “Las manos de la madre son santas”, decía la mía. Yo lo creí como un dogma por muchos años. En muchos pueblos, esa idealización protege su vejez y garantiza reciprocidad: cuidar a la que cuidó. Es una transacción simbólica que se confunde con amor. Pero esa santidad también tiene su lado oscuro: convierte a la madre en figura sacra, incuestionable, y así su deseo queda fuera de discusión, mientras su mirada se vuelve ley.
Y aquí está el núcleo del asunto:
la madre no solo enseña a ver, también enseña a no ver.
Para proteger la frágil arquitectura de la familia, muchas madres colocan cortinas gruesas sobre la realidad. No para filtrar el sol, sino para velar lo insoportable. La más dañina de todas es la que se coloca ante un padre imperfecto. En un acto de supervivencia psíquica, la madre lo defiende, lo justifica, lo idealiza, porque negar al hombre que eligió es, en el fondo, negar su propia decisión y su juicio. Se establece así una lógica perversa: si él falta, la culpa es de ella por no haber previsto, contenido o remediado esa falta.
En ese pacto de silencio, el padre queda absuelto de su responsabilidad y la disfunción se eterniza. El hijo no ve entonces dos figuras, sino un frente unido: un padre intocable y fantasmal sostenido por el abrazo omnipotente de una madre sagrada que lo protege. Ambas mentiras. La Ley del padre, que debería imponer límites, se anula en este circuito cerrado. Así, la santidad de la madre no solo blinda al padre, sino que asegura la ceguera del hijo. Y la fusión patológica perdura, disfrazada de armonía familiar.
El peso de la madre es lo más influyente en el crecimiento del niño. Y vale la pena profundizar en ello, pues el legado de la madre se manifiesta en dos fuerzas primordiales, distintas pero entrelazadas: su deseo y su mirada.
El deseo de la madre (Seminario IV) es una fuerza invisible, el enigma que funda la subjetividad del hijo varón. Es la pregunta que todo niño formula sin palabras: ¿qué quiere de mí? Ser amado no basta; necesita saber qué lugar ocupa en su deseo.
Para el niño, ese deseo es un abismo. Si la madre desea demasiado, corre el riesgo de convertirse en el objeto que la satisface. Si desea poco o de modo errático, quedará condenado a buscar, en todas las mujeres de su vida, el eco de ese primer querer. Su destino amoroso dependerá de cómo logre escapar, o no, del papel de completar a la madre. La función paterna, cuando existe, introduce el límite: “Ella no te desea todo el tiempo; hay un mundo más allá de su cuerpo.”
La mirada de la madre (Seminario XI), por otro lado, posee otra cualidad. Para la niña, la historia es distinta. Ella no se enfrenta tanto al deseo de la madre como a su mirada. Aprende de ella cómo se desea, cómo se espera, cómo se ofrece, cómo se debe actuar, amar y odiar. La madre le transmite no solo su amor, sino su manera de mirar el mundo y de mirarse en él. En esa mirada se funda el espejo de la feminidad: la niña ve cómo la madre es vista, y desde allí construye su propio deseo.
El niño se pregunta: ¿qué quiere ella de mí?
Su misión es descifrar el enigma de su propio valor. No basta con hacerla feliz; debe adivinar qué lugar ocupa en su fantasía: ¿soy su príncipe, su consuelo, su obra maestra? Su masculinidad se construirá al escapar de la tentación de ser la respuesta a todo su deseo.
La niña se pregunta: ¿qué ve ella en mí?
Su desafío es descifrar el código de la feminidad. Aprende a mirarse con los ojos de su madre, internalizando un modelo: ¿soy vista como frágil, poderosa o deseable? Su feminidad se forjará al aceptar o rebelarse contra ese primer espejo, que le muestra no solo quién es, sino cómo debe ser vista para existir en el mundo.Ambas preguntas, en esencia, giran en torno al reconocimiento. El niño busca definir su ser a través del deseo de la madre; la niña define su ser a través de su mirada. Ambos quedan marcados por esa primera y decisiva gramática del amor.
La mirada de la madre fija, ordena y define: “Tú eres así”. Es la fuerza que cristaliza la identidad imaginaria del hijo.El deseo materno, en cambio, falta, busca y moviliza: “¿Qué serás para mí?”. Es la grieta simbólica por la que se cuela el lenguaje, introduciendo la falta y la posibilidad.
Este juego de fuerzas determina la arquitectura psíquica:
- Cuando la mirada domina y el deseo calla, el hijo se convierte en estatua: perfecto, obediente, inmóvil. Su vida es un molde que no se atreve a romper.
- Cuando el deseo desborda y la mirada no contiene, el hijo se convierte en fantasma: errante, sin forma, condenado a buscar ser visto. Su existencia es un eco de una pregunta sin respuesta.
De adulta, buscará inconscientemente replicar ese espejo original: en la aprobación de sus amantes, en la mirada de sus amigas, en su propio reflejo en el vidrio. Repetirá el gesto que la formó, intentando reconciliarse con la versión de sí misma que la madre le enseñó a ver, y a juzgar.
Así, el peso de la mirada materna cae con una asimetría decisiva:
- En el niño, forja una identidad en tensión con la Ley (paterna).
- En la niña, construye un espejo que puede aprisionar o liberar, pero que siempre será el fundamento de cómo se relaciona con el mundo.
Cuando la madre falta: el huérfano y el mosaico
¿Qué sucede cuando el primer universo se desvanece? Cuando no hay madre, sino sustitutos: el frío protocolo de una enfermera, la impersonalidad de una institución, la caricia prestada de un pariente. En ese vacío, el deseo y la mirada no se ausentan, sino que estallan en fragmentos. Cada cuidador ofrece una pieza suelta del rompecabezas: una voz, un olor, una rutina. El niño no internaliza una figura, sino un archipiélago de presencias discontinuas.
Este mosaico puede ser una condena o una génesis. Para el huérfano, la tarea no es recordar, sino inventar un mito de origen. Debe construir una narrativa que responda a la pregunta primordial: ¿fui abandonado por indigno, fui salvado por el azar, soy el error de alguien o el elegido de un destino extraño? Su vida será la búsqueda, consciente o no, de una respuesta.
En esa grieta existencial se juega su porvenir. Si logra encontrar un lenguaje, las palabras de un poema, la línea de un dibujo, la melodía de una canción, el fervor de una causa, para nombrar su pérdida, realiza la alquimia definitiva: convierte el abandono en potencia simbólica. La herida se transfigura en fuente. Si fracasa, queda atrapado en un limbo de identidad, suspendido entre mil miradas ajenas y ningún deseo propio.
La ausencia de la madre real es, por tanto, un mandato existencial: crear una madre simbólica. El huérfano debe parirla desde su propia carencia. Marilyn Monroe la esculpió en el celuloide y en el brillo de un personaje público, un ser de luz y deseo que todos pudieran mirar para ocultar a la niña que nunca fue vista. Ella, como tantos otros, hizo de la herida una vocación: la de ser deseada para compensar el no haber sido amada de forma incondicional.
Porque, en última instancia, la orfandad trasciende la biografía. Todos, en algún recóndito lugar de nuestra psique, somos huérfanos del sentido y del deseo puro. Nacemos del cuerpo de una madre, sí, pero ese es solo el primer acto, animal y contingente. El verdadero nacimiento, el segundo, el que nos humaniza, ocurre en el lenguaje. Es el acto del sujeto que, al separarse, al nombrar su dolor y al narrar su memoria, se arranca a sí mismo de la estatua inmóvil y del fantasma errante para, por fin, poder decir: yo soy.
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