La Mentira que nos Mantiene Vivos: La Decisión de Creer
Nadie puede vernos por completo.
Estamos siempre solos; no en un sentido sentimental, sino estructural. Cada acto de comunicación debe atravesar un abismo imposible de salvar. Incluso cuando alguien dice “te entiendo”, su comprensión está refractada a través de su propio lente simbólico. El resto (lo que más importa) permanece sin decir, sin ver, sin traducir.
Y, sin embargo, seguimos adelante. Nos enamoramos, rezamos, hacemos planes. Actuamos como si pudiéramos ser vistos por completo, como si alguien pudiera algún día comprendernos de verdad. Ese como si no es un engaño, sino una decisión; quizá la única que hace posible la vida.
Lacan dijo que no existe la relación sexual. No quiso decir que no haya amor, sino que no hay correspondencia perfecta entre un ser y otro. Dos sujetos nunca encajan del todo; entre ellos, el lenguaje introduce una distancia permanente. Inventamos fantasías para hacer soportable esa distancia: la fantasía de ser conocidos, elegidos, deseados, completados. Esa invención no es un engaño, sino un acto creativo, una elección.
Creer en el amor, en Dios, en un futuro mejor: todos esos gestos comparten la misma estructura. Elegimos la hermosa ficción de ser conocidos y reconocidos antes que la verdad desnuda de ser, en último término, incognoscibles. No porque seamos ciegos, sino porque una verdad sin ficción nos dejaría mudos.
Así que sí, siempre estamos solos. Pero esa soledad es también lo que hace posible la creación, la fantasía, las historias. La mentira de ser vistos nos mantiene con vida; es la poesía que escribimos contra el silencio de lo Real.
El consuelo del símbolo
Toda fraternidad, congregación religiosa o movimiento político fundado sobre ideales de hermandad contiene una silenciosa contradicción. Habla el lenguaje de la solidaridad, pero cuando uno de sus miembros realmente cae, el eco de su caída suele sonar más fuerte que la mano tendida.
Y aun así, la gente se queda. Asiste a las reuniones, repite las palabras, traza los signos. No por ingenuidad, sino por deseo: una lealtad no a lo que es, sino a lo que debería ser.
Caer en la soledad absoluta no es lo mismo que caer mientras uno elige imaginar que, tal vez, una mano acabará por alcanzarlo.
Pertenecer, aunque sea simbólicamente, da contorno a nuestra soledad informe.
El emblema, el ritual, el vocabulario compartido: todos ellos son refugios del deseo. Sabemos que son invenciones humanas, frágiles como los mitos, pero su existencia es la elección desafiante que nos permite enfrentar el mundo sin desesperar.
Creer en la solidaridad no es esperar que los demás siempre estén ahí; es decidir que la idea misma merece nuestro cuidado.
El ideal se convierte en aquello que protegemos, incluso cuando ya no nos protege. Quizá esa sea la forma más digna de la fe: sostener el símbolo mucho después de haber dejado de esperar que nos salve.
El mito de lo incondicional
Nos gusta imaginar que el amor puede ser incondicional (sobre todo dentro de las familias), que es ilimitado, indulgente y puro. Pero nada humano escapa a la condición. Cada afecto, cada lealtad, cada ternura vive dentro de sus fronteras: el tiempo, el cansancio, el malentendido, la lenta erosión de la expectativa.
Siempre hay un punto de hasta aquí.
Un instante en que la paciencia se quiebra o el silencio reemplaza al cuidado.
Y aun así, seguimos creyendo.
Preferimos la ficción del amor sin límites a la verdad de sus fronteras; no por ignorancia, sino porque esa creencia nos sostiene. Imaginar el infinito dentro de lo finito es la manera en que el deseo sigue respirando.
A veces vislumbramos lo que parece incondicional: el sacrificio de un padre, la compasión de un desconocido, la escucha paciente de un amigo cuando todos los demás han desaparecido. Pero no son leyes universales; son acontecimientos singulares, luminosos. Nos recuerdan lo que anhelamos, no lo que está garantizado.
Quizá la grandeza del amor no resida en ser infinito, sino en el valor de fingir que lo es. El sueño de lo incondicional es la poesía que da gracia a nuestros límites.
La poesía contra el silencio
Vivimos de ficciones, pero no son falsas. Son los mantos que sostienen la frágil arquitectura del deseo.
El sueño de lo incondicional, el símbolo de la solidaridad, la hermosa mentira de ser plenamente conocidos: éstas son las formas valientes que adopta nuestra resistencia.
Creer, incluso cuando sabemos la realidad, no es debilidad. Es el acto por el cual sobrevivimos a la verdad.
En última instancia, estamos solos. Pero esta soledad abismal, como la soledad de la Tierra suspendida en el universo, rodeada por distancias inconmensurables, es lo que hace posible la poesía de la vida.
Precisamente porque nada nos garantiza, porque ninguna voz responde desde el vacío, seguimos hablando, amando, imaginando. De esa distancia infinita brota, por un instante, un destello de sentido… y ese destello, por pequeñito que sea, lo es todo.
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