Cuando la Bondad Cambia Todas las Heridas
La bondad parece llegar del mundo, pero nace en nuestra forma de mirar.
En el instante en que ablandamos la mirada, el juez interior enmudece, y la vida parece responder en el mismo tono. Una mirada serena invita a un mundo en calma. Es casi alquímico: el interior se transforma, y el exterior hace eco.
Los espacios construidos alrededor de la bondad, sean religiosos, fraternales o simples grupos de amigos, crean una sensación de protección. Esa es una ilusión vital. Aunque en el fondo recorremos la vida solos, siempre incompletos, siempre carentes de algo irrecuperable (el famoso objeto a Lacaniano), son estas ficciones compartidas de compañía y cuidado las que nos impiden hundirnos. No eliminan nuestra soledad, pero le dan una forma a la ausencia.
Hace unas semanas viví un momento de claridad. En un solo día, como en un sueño de sincronía junguiana, tres regalos inesperados llegaron de personas desconocidas. Dos pares de zapatos nuevos, un perfume y unos nachos. Todos gratis. Los regalos eran pequeños, quizas insignificantes, pero la sensación fue enorme. Durante días sentí como si el mundo me hubiera puesto una mano amable en el hombro. Caminé como llevado por una corriente invisible de buena voluntad. Todo lo que en mi vida necesitaba mejorar dejó de importar. Todo, simplemente, supe que iba a estar bien.
Quienes irradian bondad de forma natural suelen haber crecido con estabilidad emocional. Un padre que marcó límites sin violencia. Una madre cuya mirada dió aire sin asfixiar. Esas estructuras tempranas construyen un Yo que no teme dar. Los demás, los que venimos de familias disfuncionales, debemos aprender después: a través de errores, de análisis, reparando lo que nunca se formó. Ese aprendizaje se convierte en una reconstrucción del mundo interior, una reedificación callada de la casa simbólica que habitamos.
Cuando prestamos atención a momentos así y sentimos gratitud (por pequeños que sean) algo importante cambia. El clima importa menos. El dinero importa menos. El cuerpo importa menos. La gratitud reordena la importancia de las cosas. Los problemas no desaparecen, pero se hacen más livianos. Hasta las heridas pesan menos, como si se les hubieran desaparecido los bordes.
Este movimiento toca algo espiritual. Quizás a eso se refería Jesús con eso de "ama al prójimo como a ti mismo". Buda enseñó que la compasión abre el camino a la libertad. Rumi dijo "sé una lámpara, o un bote salvavidas, o una escalera". Epicteto recordaba que la gente actúa como cree que debe, y por eso hay que tratarla con gentileza. Distintas lenguas, un mismo movimiento del alma. Cuando tu mirada se vuelve tierna hacia los demás, también se vuelve tierna hacia ti. La herida deja de ser enemiga para volverse compañera.
La bondad no borra las heridas, pero les cambia el sentido.
Nos dice que la carencia no es vergüenza. Nos enseña a dar sin poseer, a cuidar sin controlar, a recibir sin negociar. Una mirada bondadosa es la liberación de un campo interior. Nos mantiene en movimiento. Nos mantiene abiertos. Con vida.
Pero, ¿de qué, exactamente, nos libera? Para responder, hay que volver al concepto del Gran Otro:
Jacques Lacan, ese enigmático psicoanalista francés que veía deseo donde otros veían lógica, propuso que gran parte de lo que creemos que son nuestras propias decisiones está dictado por algo que llamó el Otro, el orden simbólico que nos rodea, habla a través de nosotros y silenciosamente moldea la manera en que vivimos. Yo prefiero llamarlo el Gran Otro, porque se siente más vasto, difuso y poderoso, como reflejo de la atmósfera social invisible que respiramos sin darnos cuenta.
El Gran Otro no es una persona. Es una entidad abstracta que existe en el lenguaje, la cultura y la expectativa. Te dice qué es normal, qué es bueno, qué es éxito, qué es fracaso. Decide mucho más de lo que queremos admitir, desde tu comida favorita hasta tu identidad, desde como reaccionar cuando te estresas hasta tu elección de pareja. Y lo más extraño es que hace todo esto de manera inconsciente. Obedecemos sin saber que obedecemos.
Lacan sostenía que la tarea del psicoanálisis no es destruir al Gran Otro, porque escapar por completo del lenguaje y la cultura es imposible, sino hacer visibles sus leyes, revelar la gramática de nuestra vida inconsciente. Una vez que esas reglas ocultas se vuelven claras, podemos empezar a actuar con un poco más de conciencia y un poco menos de servidumbre.
No podemos escapar del Gran Otro, pero sí podemos reducirlo.
Aquí es donde la filosofía se vuelve práctica. Reducir su influencia no significa rebelarse ni romper con tu cultura. Significa aprender a distinguir entre lo que realmente te pertenece y lo que simplemente heredaste. Significa preguntar qué deseas de verdad, frente a lo que te enseñaron a desear.
Para algunos, esta reducción comienza dejando atrás supersticiones, renunciando a leer señales en coincidencias o a entregar decisiones al destino. Para otros, significa cuestionar suavemente expectativas parentales o guiones culturales que antes parecían sagrados. La idea es reducir el territorio del Gran Otro dentro de la mente, reclamando un poco más de espacio simbólico propio.
Esta no es una liberación heroica. No se trata de derrotar a un monstruo. Es más como ajustar una radio. El Gran Otro siempre sonará de fondo, pero puedes bajarle el volumen, filtrar su ruido y escuchar tu propia frecuencia con mayor claridad.
Ese quizás sea el verdadero trabajo de la libertad. No vivir sin el Gran Otro, sino vivir con él de manera consciente. Cuando ves los hilos, puedes tejer de otro modo.
Cuando suavizamos la mirada, cuando la dirigimos a las pequeñas bondades de cada día y sentimos gratitud, debilitamos el poder de esa autoridad imaginada que nos juzga. En ese instante actuamos no por miedo a la ley simbólica, sino por deseo propio. La bondad se vuelve un acto de libertad, no de obediencia, y el mundo se transforma de tribunal en lugar de encuentro.
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