El Engaño del Deseo: De la Lujuria a la Ficción del Amor.

 

La lujuria comienza como un eco, no como una chispa. Surge cuando imaginamos que alguien nos desea, que hay una llama oculta en sus ojos, y ese fuego imaginado despierta el nuestro. El deseo refleja al deseo: queremos porque creemos que somos deseados. El bucle es embriagador. Proyectamos una fantasía sobre el otro y luego la perseguimos, creyendo que perseguimos al otro.

Sin embargo, esta lujuria inicial es más fácil de disolver de lo que pensamos. En el momento en que vemos que el fuego arde dentro de nuestra propia imaginación, el hechizo se debilita. El cuerpo del otro nunca fue la fuente de nuestra pasión; era la pantalla donde se reflejaba nuestro anhelo. Una vez que comprendemos esto, la lujuria pierde su tiranía y se convierte de nuevo en energía; un pulso vital que podemos disfrutar sin posesión ni culpa.

Pero entonces llega la inversión.

Considera la silenciosa agonía de esperar un mensaje de alguien a quien quieres. Revisas el teléfono, y el corazón salta con cada notificación. Esto no es la lujuria cruda por un cuerpo, sino algo más refinado y, a su modo, más tiránico. Es una lujuria invertida, una lujuria por ser deseado, por ser recordado, por ser elegido como objeto de la atención del otro. El objeto de tu deseo ya no es su presencia física, sino una señal proveniente de ellos: un mensaje, una llamada, un pequeño rastro digital que confirma tu lugar en su mente. Anhelamos la señal misma porque creemos que es la promesa de felicidad, la prueba de que la fantasía es mutua. Pero esto también es una ilusión.

Esta es la fantasía última del amor. La necesidad de reconocimiento oculta una decepción más sutil. Cuando amamos, no solo queremos el cuerpo del otro, queremos su reconocimiento. Anhelamos signos, palabras, gestos que confirmen la fantasía de ser vistos, conocidos, elegidos. Creemos que el silencio oculta un sentido, que la ausencia guarda un mensaje secreto, que un emoji (o su ausencia) contiene páginas de historias no contadas. El amor convierte al amado en lo que Lacan llamó el sujeto supuesto saber: aquel que posee la llave de nuestra verdad, el que supuestamente sabe quiénes somos bajo todas las máscaras.

Aquí reside la oposición esencial.

La necesidad nacida de la lujuria es la fantasía de dar; proyectamos nuestro deseo hacia afuera, imaginando que el otro nos desea.

La necesidad nacida del amor es la fantasía de recibir; esperamos del amado una confirmación de nuestra identidad, una señal de que nuestra existencia importa para él o ella.

La lujuria es la ilusión de ofrecer; el amor es la ilusión de ser respondido.

Esta dinámica no pertenece solo a la filosofía; se despliega en todo vínculo humano. Toda relación depende de una ficción compartida: dos o más personas que acuerdan, consciente o inconscientemente, sostener una historia de significado mutuo. Somos como dos proyectores, cada uno proyectando una fantasía sobre el otro, y solo vemos las partes que se superponen. Cuando esa historia se fractura, cuando el ritmo del deseo pierde sincronía, el vínculo vacila. Uno habla desde una fantasía, el otro desde otra. Las palabras siguen, pero ya no se encuentran.

La distancia y el silencio hacen esto especialmente visible. Una pareja viaja, la comunicación se debilita, y la narrativa compartida comienza a disolverse. La fantasía de comprensión perfecta se vuelve imposible de sostener. La espera de un mensaje se convierte en un vacío donde resuenan más fuerte nuestras inseguridades y fantasías. Sin embargo, esto no es tragedia; es simplemente la verdad de todas las relaciones. El amor no es un estado permanente sino una negociación continua entre fantasías. Sobrevive cuando ambos pueden reconocer que el vínculo no es una revelación, sino una creación; algo que se reescribe una y otra vez, mensaje a mensaje, instante a instante.

Cada vínculo es parcial, cada persona es un espejo de una falta distinta. Nadie completa a nadie. La madurez del amor no consiste en encontrar a quien nos llene, sino en aceptar que cada conexión es una colaboración entre deseos que nunca coinciden del todo.

La lujuria, el amor y la lujuria invertida no son salidas de la soledad. Son modos de hablarla, de darle forma, de hacerla soportable, y a veces, incluso hermosa. El deseo siempre engañará; esa es su naturaleza. Sin embargo, cuando esta decepción se ve con claridad, se convierte en la enseñanza misma. Amar lúcidamente no es escapar de la ilusión, sino atravesarla despierto, entendiendo que cada fantasía que compartimos, desde el calor de la lujuria hasta la espera ansiosa de un mensaje, es a la vez nuestra prisión y nuestra libertad. La trampa, entonces, no está en el deseo mismo, sino en creer que el eco es la voz del otro.

Comments

Popular posts from this blog

Unmasking Evil: The Truth Behind Our Darkest Desires

The Anxious Cat: The Case of Q

The Cat F. and her object of desire