Lo que queda después de la derrota.
Todos hemos experimentado, desde la infancia hasta la vejez, esas pequeñas y grandes derrotas de no alcanzar lo que queremos. Tras la pérdida llega un momento extraño, casi imperceptible, cuando dejamos de huir y aceptamos la desnudez del presente. No llega con fanfarrias. Es silencioso, casi un murmullo, como dejarse hundir lentamente en las profundidades del mar. Pero la perdida lo cambia todo. La derrota tiene la capacidad de mostrar lo que realmente nos pertenece.
Durante
mucho tiempo traté las derrotas como si yo fuese un animal nocturno. Ocultarse era
mejor que ser blanco de otros animales salvajes. Un mensaje inesperado podía
parecer peligroso. Compartir algo íntimo era como exponer una arteria. Cada
nuevo proyecto llevaba una pregunta silenciosa: ¿y si no gusta?
El
rechazo y sus sinónimos se sienten como pequeñas muertes porque algo en
nosotros cree que el reconocimiento es la única fuente de oxígeno. De niños
aprendimos que la mirada del Otro nos sostiene. Cuando esa mirada se aparta,
surge el pánico. No es lógica. Es el eco de una marca profunda. La llevamos a
la adultez como una vieja herida que ya no sangra pero aún duele al tacto.
Lo
curioso del fracaso es que es una ilusión, una etiqueta dramática que aplicamos
a un giro inesperado del destino. Las reglas humanas no son leyes universales.
Somos combinaciones infinitas de probabilidades, y cada desvío puede abrir otro
destino. Perder aquello que buscábamos no significa que no vayamos a encontrar
satisfacción en otro lugar. A veces esta aparece en un lugar que jamás
habríamos anticipado.
Si quieres girar a la izquierda
pero un obstáculo te obliga a ir a la derecha, quizá encuentres una moneda de
oro en un camino inesperado. Entonces, ¿fue realmente un fracaso no poder girar
a la izquierda?
Sin
embargo, si la moneda de oro no aparece de inmediato, sufrimos. Como el niño al
que se le cae el chupete, creemos haber perdido la fuente de toda felicidad. Mi
gato, cuando no le gusta la comida que le doy, me mira con decepción, mueve la
cola impacientemente y simplemente se va a dormir. No se aferra. Redirige su
deseo sin dramatismo. Si vas a caer, hazlo con estilo. Hazlo como el gato.
Los
estoicos tenían un nombre para practicar esta aceptación: premeditatio malorum, la premeditación de la pérdida. No
para entrenar el pesimismo, sino para quitarle peso a la esperanza y la tiranía
al miedo. Cuando imaginas lo peor y descubres que, incluso después de eso que
temes ocurre tu núcleo sigue intacto, te encuentras contigo mismo sin
ilusiones.
Esto
me recuerda a la escultura de la piedra. Somos seres cubiertos de capas e
ilusiones que, como una cebolla, nos protegen: la casa, el carro, la familia,
el trabajo, el poema, la belleza, la sonrisa, la mirada. Todas ellas son
construcciones repetidas que el mundo nos enseñó a valorar.
La
derrota, incluso solamente imaginada, provoca una fisura en esas capas. Si
sostienes la derrota en la mente y le permites acercarse, notas algo
inesperado: no desapareces. Sigues allí. Si sobrevives al evento podrás
contarlo, y si no, nada importa. El miedo no tiene el poder que decía tener.
Lacan
diría que el hechizo del Gran Otro empieza a resquebrajarse. La autoridad
imaginada que podría juzgarte de manera absoluta por no alcanzar o sostener lo
que “deberías” resulta estar hecha de humanos ordinarios con sus propios puntos
ciegos y ansiedades. El mundo deja de ser un tribunal. El deseo se vuelve más
libre, menos obediente. Tus acciones dejan de arrodillarse ante la fantasía de
la validación perfecta.
Y
lo que queda después de la derrota es sorprendentemente sólido. Este eres tú:
Tu
curiosidad permanece.
Tus otros proyectos permanecen.
Tu inteligencia híbrida y extraña permanece.
Tu voz, imperfecta y necesaria, permanece.
Incluso
cuando alguien se aleja. Incluso cuando un sueño se derrumba. Incluso cuando un
plan se disuelve en el aire. Lo que queda es realmente tuyo.
Después
de la derrota, lo que no es esencial cae como una vieja cáscara. Lo esencial
queda ahí, desnudo y honesto: tu persona, tus recuerdos, tu capacidad de
imaginar una vida mejor, tu voluntad de empezar de nuevo. No son adornos. Son
tu columna vertebral.
La
naturaleza susurra la misma lección. Las ramas del árbol se rompen. Las hojas
caen. Pero el árbol persiste en todas sus pequeñas muertes. No se aferra a sus
pérdidas. Crece alrededor de ellas. Hasta que llegue el verdadero fin, pero ese
no cuenta, pues solo ocurre una vez.
La
derrota es una de las muertes ordinarias de la vida. A veces dolorosa, sí, pero
no final. Es parte de la ecología del devenir otra cosa. Cuando dejas de
esconderte de ella, recuperas una parte de ti que estaba atrapada detrás del
miedo. Ganas la libertad de hablar, de expresarte, de hacer, de amar sin el
terror constante de desaparecer en los ojos de alguien más.
La
derrota no es lo contrario del crecimiento. Es la puerta hacia lo que realmente
eres cuando nadie te mira. Y en ese silencio, comienza el ser, ligero como una
pluma al viento.
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