El método del vacío, Cómo sustraerse de un mundo egocéntrico
He escrito en varias ocasiones sobre los mitos de la separación y de la caída. En la lectura popular, el separado suele aparecer como desterrado, maldito, abusador, criminal o asesino. La figura del rechazado queda así asociada a una culpa previa: recibe un castigo que se considera legítimo, porque quien expulsa es un dios supuesto de todo saber y, por lo tanto, incapaz de injusticia. El relato dominante articula siempre lo mismo: la separación no es solo una consecuencia, sino una necesidad moral, una acción que debe hacer sufrir al culpable. El paralelismo con la lógica de la cárcel moderna resulta evidente.
Sin embargo, al observar con atención los mitos, aparece un rasgo persistente que incomoda esa lectura. En los relatos que comparten una misma estructura de separación y caída, Lucifer, Adán, Caín, Prometeo y otras figuras afines, emerge una constante difícil de ignorar: en las versiones originales de estos mitos, el retorno es imposible, no hay retorno al punto de partida. La separación no funciona como un episodio transitorio ni como un desvío corregible, sino como una condición estructural. Lucifer cae sin reconciliación y no regresa al cielo. Adán es expulsado del Edén y no vuelve. Caín es desterrado y condenado a errar. Prometeo desciende del cielo y permanece encadenado a la tierra. El mito no describe una pedagogía del regreso, sino la instauración de una distancia definitiva.
La caída implica, en todos los casos, una transformación del protagonista. El castigado no solo pierde un lugar de origen, sino que cambia de estatuto, de función y de significado. Adán queda ligado al trabajo, al tiempo y a la muerte. Prometeo se convierte en mediador técnico entre los dioses y los hombres, pero es condenado a un martirio interminable. Lucifer pasa a encarnar la separación absoluta en el infierno, soberano de un reino que no reconcilia. Esta permanencia de la caída señala una relación distinta con el mundo y, en especial, con el tiempo: cuando se abandona la idea de un origen que deba ser restaurado, la historia deja de orientarse hacia la reparación y se despliega como condición irreversible.
Esta intuición no es moderna. Ya resonaba, de forma subterránea, en los últimos siglos del neoplatonismo, cuando la filosofía antigua comenzaba a agotarse. Si el neoplatonismo clásico, en los siglos III y IV, aún conservaba la promesa de un retorno al Uno, a la luz originaria de la creación, en sus formulaciones finales esa expectativa se desmorona. En Plotino, la distancia respecto del Uno todavía se piensa como una reorientación posible, como un movimiento de regreso a través del Nous. En pensadores del siglo VI, como Damascio, en cambio, el Uno se vuelve tan radicalmente inefable que el retorno deja de ser siquiera pensable. La distancia ya no aparece como un problema a resolver, sino como una condición insuperable. No hay retorno final. El mundo existe precisamente como consecuencia de una separación que no se cierra.
Simone Weil, quince siglos después, retoma y radicaliza este gesto desde otro registro. En su pensamiento, Dios participa en el acontecimiento de la creación, pero luego se retira. La creación no es una expansión continua ni una presencia sostenida, sino una renuncia a seguir interviniendo. Ese acto de retirada no es un abandono negligente, sino la condición misma para que algo distinto de Dios pueda existir. En esta visión, al hombre no le corresponde ocupar el centro vacante que deja Dios. Le corresponde soportar esa ausencia humildemente sin reclamarla.
La humildad, en Weil, no consiste en rebajarse moralmente ni en someterse a otro. Consiste en renunciar a ocupar el lugar del absoluto. El error no es afirmarse, sino instalarse como origen del sentido. Cuando el yo se coloca en el centro, no afirma la vida: la deforma. Pero sustituir al yo por un otro no corrige el problema. Un centro ocupado por un otro reproduce la misma estructura. El yo del sujeto no desaparece: se coloca debajo. Aparece entonces la servidumbre, la abnegación imaginaria, la idolatría del prójimo. El centro, para no producir dominación ni sometimiento, debe permanecer vacío.
En Lacan, esta misma lógica aparece formulada de otro modo. La falta no es un accidente que deba resolverse, sino una estructura. Está ahí desde el inicio de la vida psíquica y permanecerá hasta el final. No hay un Otro que garantice el sentido ni que responda a la pregunta última: ¿Che vuoi? ¿qué quiere eso de mí? Buscar ocupar el centro, ocuparlo con algo o convertirse en él, resulta inútil, porque la falta persiste. Llenarla con objetos, roles o reconocimientos no elimina el hueco existencial.
La deriva neurótica no reside en el deseo de un objeto, sea una palabra, persona o cosa, sino en la exigencia de que algo o alguien colme la falta. En esa exigencia, el sujeto se coloca como receptor de sentido, esperando que el mundo, un otro o una institución devuelvan una confirmación de existencia. No se trata de querer, sino de exigir que la falta desaparezca.
Weil llega a una conclusión cercana por un camino aún más incómodo. El problema no es la pregunta en sí, sino la suposición de que hay un yo al que responder. El sujeto no soporta el blanco, el no saber, la espera. Interpreta para protegerse, porque la ignorancia expone. Así, el conocimiento, de sí o del mundo, clausura el vacío, no porque pueda habitarlo, sino porque lo ocupa con un sentido imaginario. Ese sentido no resiste la duración.
Por eso Weil insiste en dejar la falta descubierta. No se cubre ni se repara. Se soporta. En ese punto coincide con Lacan. Pero Weil va un paso más allá. Cuando cesa la exigencia del yo como centro, cuando la falta se deja sin demanda y sin apropiación, puede aparecer algo que ella llama gracia. No es una recompensa ni una garantía. Es solo el nombre de algo distinto, que no proviene del yo y que solo puede ocurrir cuando no se ocupa el lugar de origen del significado.
Eliminar el yo es imposible. Pero sí es posible un desplazamiento. Observar desde dónde se habla, desde dónde se interpreta, desde dónde se ama. Desde Descartes, la cultura occidental ha tendido a situar la certeza y la existencia en la afirmación del sujeto, reforzando la exigencia de identidad y la firma continua del estar en el mundo. El método de Weil no propone huir de ese mundo, sino no organizarlo alrededor de un centro imaginario.
La necesidad de validación existencial se manifiesta en la vida cotidiana de múltiples formas: en la pareja exigida como completud, en el artista que busca en el reconocimiento la prueba de su existencia, en el hijo que reclama confirmación, en la política que promete restituir un centro simbólico a comunidades heridas, en el trabajo convertido en certificado de valor. En todos los casos, la demanda apunta al mismo lugar: clausurar la falta, individual o colectiva. Pero esa clausura no es posible. La decepción no es un accidente del proceso, es su consecuencia necesaria.Ni la pareja, ni la sociedad, ni el padre, ni la política, ni el trabajo, ni los diplomas, ni el dinero, ni los amigos confirman un valor esencial. No garantizan nada. No sostienen nada. No curan nada. Funcionan como soportes precarios, como pantallas momentáneas frente al hueco que atraviesa la existencia. Ofrecen un sostén ilusorio, breve e intercambiable. Cuando uno cae, otro ocupa su lugar.
La lectura moral de los mitos interpreta la caída como castigo. Pero ahí yace el equívoco fundamental. La expulsión no sanciona una falta: inaugura una condición. Para todos los exiliados, no se trata de haber salido del centro, sino de haber descubierto que no hay centro al que volver, que no hay patria ni forma que restituir. La vida, como la entropía, no apunta al retorno, sino a la transformación, siempre hacia adelante.
Incluso la Odisea lo confirma. Ulises vuelve a Ítaca, pero no alcanza la plenitud. Encuentra un hogar tomado por pretendientes, un orden corrompido, una esposa puesta a prueba, un padre envejecido, un hijo que creció sin él. Nada espera intacto. El regreso no restituye nada. En versiones posteriores del mito, Ulises vuelve a partir. El movimiento continúa.
En la historia de Edipo esta lógica va un paso más allá. Al escuchar la profecía que anuncia que matará a su padre y se casará con su madre, no regresa a un hogar transformado, sino que descubre que el origen mismo es inhabitable. Para evitar ese destino, huye de la ciudad donde cree haber nacido. Pero esa huida no lo salva: al intentar escapar, lo cumple.
Edipo llega a Tebas como extranjero, resuelve el enigma de la Esfinge y es recompensado con el trono y con Yocasta. Se convierte en rey, esposo y salvador de la ciudad. Parece haber alcanzado el centro. Pero ese centro se sostiene solo mientras la verdad permanece oculta. El orden, la patria y la identidad dependen de una ignorancia fundamental.
Cuando el saber irrumpe, como en el relato de Adán y la serpiente en el Jardín del Edén, no hay restitución posible. La magia se quiebra. La patria simbólica a la que habría que regresar desaparece. El origen deja de ser refugio y se revela como catástrofe.
Edipo no se suicida. Se ciega y se exilia. La ceguera no es castigo moral, sino ver demasiado. El exilio no es penitencia, sino retirada. No ocupa otro lugar. No sustituye el centro. Se sustrae. El centro no se desplaza: se deshace.
Desde esta perspectiva, la separación que propone Weil no es una desgracia, sino la condición de una relación no apropiadora con el mundo. No ocupar al otro. No ocupar la obra. No ocupar el instante con interpretación inmediata. Weil propone atender como respuesta. Atender es el gesto de dar al mundo tiempo y escucha sin devolverlo de inmediato al yo como referente: permanecer ante lo que aparece, dejarlo ser, aceptar su opacidad, sin convertirlo en objeto de sentido, de juicio o de posesión. Atender no es elevar algo al centro, sino mantener el centro libre, permitiendo que los sujetos se orienten sin ocuparlo.
Esto puede entenderse como un método, pero no como una técnica orientada a resultados. Es un método por sustracción. No añade prácticas, retira funciones. No promete transformación, pero puede producirla. Cambia la manera de mirar. Cambia la forma en que el mundo se presenta. Cambia incluso la posición desde la que los otros nos perciben, no porque se busque ese efecto, sino como consecuencia de que el centro ya no esté ocupado por el yo.
Propongo un experimento simple. Atravesar un día evitando decir “yo soy”, “yo hago”, “yo pienso”, observando cada vez que el lenguaje intenta reinstalarnos como centro: cuando se afirma, cuando se explica, cuando se justifica. No para corregirlo, sino para verlo. Al desplazarse el yo, el mundo no se derrumba. El sentido no desaparece. Pero deja de girar alrededor de una posición fija.
Adán, Lucifer, Prometeo, Edipo, Ulises y Caín no son condenados a estar fuera, sino a vivir sin garantía de retorno. La verdadera expulsión no fue del jardín, del cielo o del Olimpo, sino de la certeza confortable.
El método de Weil no enseña cómo llegar. Enseña cómo no ocupar. No ofrece consuelo ni cierre. Pero en esa renuncia puede abrirse una relación distinta con el tiempo, con los otros y con la vida. No como promesa, sino como posibilidad frágil.
Quizá el único fruto del Árbol del Conocimiento que valga la pena conservar sea este: saber que no hay centro y que no es necesario inventar uno para vivir.
Comments
Post a Comment