El ritual del café


La espiritualidad, para muchos hoy en día, se reduce comúnmente a la creencia en un Dios, una energía o una trascendencia entendida como principio último al que el sujeto se adhiere. Pero, desde un punto de vista histórico, la espiritualidad en la Antigüedad tuvo un alcance mucho más amplio. Confinarla a una experiencia interior privada e individual empobrece una realidad que, durante siglos, adoptó formas radicalmente distintas.

Antes que fe, lo espiritual fue ritmo. El latín spiritus, el griego pneuma, el hebreo ruaj nombran soplo, respiración, aire en movimiento cíclico. No remiten a una sustancia ni a una creencia, sino a un dinamismo.

Los griegos hablaban del espíritu del universo aludiendo al movimiento de los astros. En el neoplatonismo, de hecho, el alma (psyche), situada por debajo del Uno y del Nous, se entendía como el principio de movimiento autónomo en el cosmos. Es el alma la que anima, pone en circulación e introduce el tiempo.

Estas concepciones no remitían a un contenido mental, sino a una circulación viva: algo que atravesaba el cuerpo y los cuerpos, y que organizaba el tiempo y los tiempos en secuencias reconocibles. Ese ritmo no se pensaba, se ejecutaba. Tomaba forma en gestos repetidos, en cortes del día, en acciones que marcaban un antes y un después. Es ahí donde lo espiritual encontraba una de sus formas más concretas: el ritual.

Que lo espiritual se haya vuelto algo estrictamente personal no fue un proceso abrupto. Con la entrada en la modernidad, desde el cogito cartesiano y la centralidad del yo pensante, pasando por el pietismo y su énfasis en la experiencia individual, hasta Kant y la autonomía de la conciencia moral, y más tarde el Romanticismo con la primacía del sentimiento inmediato, lo espiritual se replegó progresivamente hacia la interioridad psicológica, y lo ritual quedó desplazado hacia lo mágico o lo meramente religioso.

Creer eclipsó al hacer; sentir, a la forma. En ese desplazamiento se perdió una capacidad esencial: en su concepción antigua, lo espiritual interrumpía el tiempo lineal sin apelar a una creencia exterior.

Hoy, esa pérdida se vive como una consecuencia concreta. Tanto religiosos como ateos habitan un tiempo saturado de duda, incertidumbre, rendimiento y pronósticos. La vida se convierte en una gestión permanente del yo frente a un entorno a menudo agresivo. En este contexto, lo espiritual y el ritual, entendidos en su sentido antiguo, no aparecen como elevación ni como consuelo, sino como interrupción de lo diario. Un corte breve que no explica nada, pero suspende la tiranía de la utilidad.

Como analizó Mircea Eliade, el ritual no sirve principalmente para expresar creencias, sino para sustraernos del tiempo mundano, ese flujo ordinario y lineal en el que todo se gasta y nada verdaderamente se acumula. El rito antiguo interrumpía lo cotidiano y hacía aparecer otro régimen temporal. No progresaba. Se repetía cíclicamente. Y en esa repetición, el tiempo dejaba de ser una acumulación de tareas para volverse habitable.

¿Qué es lo que el ritual repite? 

Para Eliade, lo que está en juego no es una idea ni una doctrina, sino un acontecimiento originario narrado por un mito. El mito no explicaba el mundo: relataba cómo algo fue hecho por primera vez. El ritual, entonces, no representaba ese relato ni lo comentaba; lo reactualizaba en el presente.

Por eso la creencia literal es secundaria. Lo decisivo es que, al ejecutar el rito, el sujeto no recuerda el origen, sino que vuelve a hacerlo presente. Al hacerlo, sale del tiempo lineal y entra en un tiempo cualitativamente distinto.

Esta función del ritual, sin embargo, se ha oscurecido en nuestra cultura, donde suele confundirse con su versión interiorizada: la oración entendida como obligación, sacrificio o repetición vacía. En el uso común, estas prácticas son transaccionales: un pedido dirigido a un destinatario esperando algo a cambio. Su estructura sigue siendo instrumental.

El ritual, bien entendido, funciona de otro modo. No pide. No promete. No se dirige a nadie. Se ejecuta. Su fuerza no reside en lo que significa, sino en lo que hace con el tiempo. No explica el mundo. Lo suspende entre dos tiempos.

Es desde esa suspensión que surge este texto. Porque hay cosas que hacemos todos los días que ya son movimiento, ritmo, repetición inscrita en lo cotidiano. Y ese cotidiano, si se vive con atención consciente, puede convertirse en la arquitectura de un tiempo diferente. Una secuencia que introduce un corte en el flujo ordinario del día: un umbral reconocible, un gesto sostenido y un cierre claro. Su eficacia no depende de la fe, sino de la fidelidad a la forma.

Ese corte no ocurre en la cabeza. Ocurre en el cuerpo.

El gesto cotidiano ritualizado activa la atención corporal. Se manifiesta en el peso de la taza antes de beber, en el calor que migra a las manos, en el aroma que precede al sabor, en el sonido del agua cuando rompe el hervor, en el ritmo del cepillado de los dientes. Es una materialidad simple, banal pero decisiva. El cuerpo registra ese momento como distinto porque no está subordinado a nada. El gesto no acompaña una tarea. Es la tarea.

Con la repetición, ese gesto deja una huella. No una memoria narrativa ni una idea recordada, sino una memoria corporal, rítmica, sensorial. El cuerpo aprende ese corte antes de que pueda explicarse. Lo cotidiano convertido en ritual esculpe así un tiempo habitable también en la memoria del cuerpo, un tiempo que no se mide ni se evalúa, sino que se reconoce.

Sin embargo, esta atención al cuerpo tiene un propósito radicalmente distinto al de muchas prácticas contemporáneas asociadas al New Age. En este punto, el ritual se distancia del mindfulness. Mientras este último busca regular la experiencia, calmar la mente o gestionar el malestar, el ritual no apunta a ningún estado psicológico. Puede incluso resultar extraño o incómodo al inicio.

Pero esa incomodidad no proviene de la persistencia del ruido cotidiano, sino del hecho de que el ritual lo excluye. Al trazar un límite claro, el rito separa. Dentro de ese espacio y de ese tiempo, los problemas no existen. No porque se hayan resuelto, sino porque no tienen lugar ahí. El ritual no convive con la ansiedad, la prisa o la deuda. Las deja fuera.

Los gestos construyen límites. Al hacer de un acto simple y repetido la única tarea, el cuerpo toca el borde de su propia finitud y del tiempo que lo atraviesa. No toma control sobre el flujo del tiempo: se separa de él. Durante el rito, el tiempo no se gestiona ni se optimiza. Queda fuera. Es ahí donde el gesto se abre a una dimensión simbólica.

Pero no se trata de un símbolo en el sentido clásico, compartido o codificado. No hay aquí un signo universal ni una creencia que interpretar. El símbolo surge por repetición y atención. La taza de café o de té no representa nada exterior. Se carga del significado de la pausa misma. Se simboliza a sí misma como interrupción. Se vuelve un anclaje físico de ese corte en el día.

Vivimos analizando y explicando, intentando abarcar una realidad que siempre nos excede. Esa exigencia vuelve la experiencia pesada, a veces insostenible. El ritual insertado en lo cotidiano introduce una grieta. Un vacío mínimo. Un margen donde la lógica del dominio se suspende. No para resolver nada ni para comprender mejor, sino para habitar, por un instante, ese límite.

No se trata de formular una duda ni de pensar una consigna mientras se sirve el café o se abre una ventana. Se trata de que el gesto no se cierre sobre sí mismo. De que incluya una apertura.

Al abrir la ventana no solo se ventila. Se reconoce un afuera que no se controla. El aire entra como quiere. Esa aceptación es la incógnita. No pide respuesta. Funciona como un freno silencioso que impide que el acto se transforme en técnica, en ejercicio de bienestar o en hábito optimizado.

Por eso ritualizar lo cotidiano no significa sacralizarlo ni embellecerlo. Significa recortar dentro del día un gesto que no sirve para nada. O, con más precisión, hacer plenamente una sola cosa, y que esa cosa consista en no hacer otra. Durante unos segundos no se evalúa, no se mide, no se comprueba si está funcionando.

El café, el té o el cepillarse los dientes funcionan precisamente porque ya ocurren cada día. El ritual no inventa una acción nueva. Reencuadra una existente y la sustrae de la cadena de utilidad. Lo que la convierte en rito no es la bebida ni el acto en sí, sino el marco de atención que los rodea: la pausa antes del primer sorbo, esos segundos que suspenden el juicio práctico. Ese marco se sostiene en los sentidos. El peso de la taza fija la pausa. El calor en las palmas ralentiza el gesto. El sonido del primer sorbo marca el umbral.

En los ritos antiguos, el gesto reactualizaba un mito. Hoy, cuando no hay mitos compartidos que recordar, el ritual no remite a un origen previo: lo instituye de manera mínima cada vez. No hace falta un mito narrado. Aparece, sin embargo, algo análogamente mítico: una escena inaugural, una forma que se repite, un tiempo que no progresa. Un mito en sentido estructural, no narrativo.

Ahí reside la diferencia entre ritual y rutina. La rutina es automatismo inconsciente. El ritual es forma consciente. No forma como protocolo rígido ni solemnidad ceremonial, sino como integridad del gesto. Un diseño mínimo de la interrupción. Sin esa forma deliberada no hay corte en el tiempo. Solo continuidad.

Con la repetición, el gesto se carga de historia. No se convierte en un símbolo universal, sino en uno privado. El cuerpo asocia ese movimiento con ese corte. La taza, la ventana, el recorrido breve se vuelven anclajes físicos de una interrupción aprendida. No representan algo. Lo sostienen.

Para que lo cotidiano se haga rito, además del gesto, ese sostén puede alojar una incógnita: una frase que abra, un resto, un borde. No una duda para ser respondida ni una pregunta para ser trabajada psicológicamente, sino el límite del entendimiento. No es reflexión. Es apertura. Algo tan simple como ¿qué hay aquí?, o el acto soy yo, sin buscar respuesta.

La incógnita no se piensa. Se deja abierta para impedir que el gesto se cierre sobre sí mismo como costumbre.

Esta lógica no se limita a lo individual. Un ritual sin fe también puede existir entre varios. Una comida compartida sin pantallas. Un saludo repetido siempre igual. Un silencio breve antes de comenzar una reunión. Lo que une al grupo no es pensar lo mismo, sino moverse a la vez. La sincronía corporal introduce un corte en el tiempo social. Durante esos instantes no se produce ni se decide. Se ocupa un lugar.

La misma forma permite pensar rituales para la pérdida. No para superarla, sino para delimitarla. Un gesto repetido para marcar un fracaso, una renuncia, una despedida. El ritual no cierra la herida ni la explica. Le da borde. Evita que el dolor se expanda sin forma por todo el tiempo. No cura. Contiene.

Por eso estos gestos funcionan mejor cuando son cotidianos. No por disciplina moral, sino porque el tiempo que interrumpen es el diario. Introducen una modulación constante, como la respiración.

Pero la constancia no debe volverse tiránica. Un ritual sano admite el fallo y nunca, ni siquiera entre los practicantes más experimentados, se realiza exactamente de la misma manera. Esa variación no empobrece el gesto: lo nutre. Puede desplazarse de hora. Puede ser imperfecto. Si no admite el error, deja de ser un espacio de libertad y se convierte en una armadura obsesiva.

El ritual se enferma cuando ya no sostiene una incógnita, sino que intenta taparla. Cuando no hacerlo produce culpa, miedo o la sensación de que el día está perdido. En ese punto ya no interrumpe el tiempo lineal. Lo refuerza.

Un ritual sano no exige ni promete protección. No tranquiliza del todo. Deja siempre un resto sin resolver, sin mortificarse. En una vida orientada a la producción ininterrumpida, introducir gestos que no sirven para nada es una forma sobria de resistencia. No es heroico ni místico. Es, simplemente, una manera de recuperar el tiempo sin pretender dominarlo.


El ritual del café

Me levanto casi siempre a la misma hora.
No porque lo haya decidido.
El cuerpo lo sabe antes que yo.

Voy al baño.
Después me quedo de pie frente a la estufa,
todavía sin palabras.

Tomo la moka de ayer.
Está sucia.
La destapo despacio, como si pudiera despertarse.
Adentro duerme la borra del café anterior.
La tiro.
La lavo.
El agua corre y se la lleva.

Lleno el contenedor hasta la marca.
Coloco el filtro ya lavado.
Hace un pequeño sonido metálico,
como diciendo: aquí estoy.

Busco el café.
Dos cucharadas exactas.
Ni más ni menos.
Las aplano con cuidado.
Cierro la moka.
La pongo sobre el fuego.
Enciendo la estufa.

Digo una frase en voz alta.
No es un pedido.
No es una promesa.
No espera respuesta.
La de hoy dice: sostengo el acto, no la imagen.

Escucho el fuego.
Miro por la ventana.
El cielo nunca repite.
Hoy es gris, blanco,
con un poco de azul que no se compromete.

La moka empieza a hablar.
El café sube, hirviendo.
Me llama.

Apago el fuego.
Sirvo el café.
El vapor se retuerce en el aire,
el olor de la mañana se enrosca con él
y sube,
y se desarma,
y desaparece.

Me siento en la cocina.
Tomo el café despacio.
Cada sorbo ocupa su lugar.
No pienso.
No proyecto.
No recuerdo.

Llega un gato.
Luego el otro.
Piden comida.
Les doy un snack.
Regreso a mi taza.

Bebo el último sorbo.
No agrego nada más.
Digo, casi sin voz:
ya el día puede comenzar.

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