La Serpiente Tenía Razón Y Por Eso Fue Rebajada
“Dios, el SEÑOR, le ordenó al hombre:
Puedes comer de todos los árboles del jardín,
pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no deberás comer.
El día que de él comas, sin duda morirás.”
(Génesis 2, 16–17)
Esta prohibición fundacional ha sido leída durante siglos como una simple fábula moral sobre la desobediencia. Pero ¿y si no fuera, en realidad, el primer “no” de la historia, sino la primera palabra del deseo? Tomado en serio como mito fundacional, el relato del Jardín del Edén revela algo más profundo: una reflexión sobre los límites, el saber y la forma en que el ser humano aprende a desear el mundo.
1. El árbol como estructura, no como castigo
El centro del Edén no es la serpiente, ni la mujer, ni el sexo, ni siquiera el fruto prohibido. Es el límite que el Otro establece sobre lo permitido. El árbol del conocimiento del bien y del mal funciona como una frontera simbólica que enuncia algo esencial: no todo es posible sin consecuencias.
En términos lacanianos, el límite no está ahí para asfixiar el deseo, sino para producirlo. Y la tradición rabínica refuerza esta lectura. Según los rabinos, Dios sabía que el límite sería atravesado. Incluso la presencia de la serpiente no es accidental, sino estructuralmente necesaria en la puesta en escena. Sin una voz que interrogue la prohibición, el límite permanecería mudo. La ley no fue instaurada para impedir la caída, sino para hacer posible "el pasaje": de la inocencia a la responsabilidad, de la eternidad al tiempo, de una existencia dada a una existencia asumida. En este contexto, la “muerte” anunciada no designa una muerte biológica inmediata, sino la muerte de la ilusión de completud, del fantasma de fusión con lo divino.
La llamada “maldición” de la serpiente ha sido leída tradicionalmente como una sanción moral. Sin embargo, el texto hebreo utiliza el término "arur", que no remite a un castigo judicial, sino a una reconfiguración de posición: rebajar, limitar, desplazar dentro del orden. No hay interrogatorio ni juicio dirigido a la serpiente, solo a los humanos. Lo que ocurre es un reajuste del mundo tras el cruce del límite.
La serpiente cumple su función al introducir la pregunta y hacer hablar el deseo. Pero cuando su palabra promete abolir toda mediación y ofrecer un saber total, ya no puede ocupar un lugar elevado. No es aniquilada, porque el deseo necesita provocación, pero es desplazada para que esa voz no se convierta en la ley misma. No es castigo, sino consecuencia de transformación estructural.
Mientras el límite existe, el deseo puede circular: rodea el objeto, lo bordea, lo imagina. El deseo se sostiene en la distancia. Cuando el límite se borra o se pretende abolir, el deseo se transforma en goce, un exceso que ya no orienta, sino que consume al sujeto.
La expulsión del Jardín no fue un castigo moral, sino una consecuencia estructural. Fue la entrada en el tiempo, el trabajo y la responsabilidad, pero también algo más radical: el nacimiento del sujeto dividido. No mueren biológicamente; lo que muere es la ilusión de completud. Se pierde la fantasía de fusión con el mundo y se gana el lenguaje, la sexualidad y la historia. A partir de ese momento, el deseo ya no apunta al fruto como objeto, sino a la Cosa perdida que representa. Sin límite, no hay deseo.
2. No todos los límites son iguales
Para entender nuestra relación con la ley conviene distinguir niveles distintos de límite, que no operan sobre lo mismo ni cumplen la misma función.
Existe, en primer lugar, el límite impuesto por el Otro que estructura el deseo. Señala un objeto como inaccesible pero representable. No prohíbe todo, sino que introduce una distancia y crea un “afuera” simbólico hacia el cual el deseo puede orientarse. El árbol del conocimiento en el Edén pertenece a esta categoría. No impide el deseo, lo pone en marcha.
Existe, en un segundo nivel, el límite que sostiene el orden simbólico del lazo social. Mandatos como “no matarás” no organizan el deseo ni apuntan a un objeto. No están hechos para ser deseados ni transgredidos, sino para hacer posible la convivencia. Su función no es erótica, sino estructural. Abolirlos no libera el deseo, destruye el campo mismo en el que el deseo puede existir como humano.
Existe, finalmente, un tercer nivel: el límite que regula la pulsión y el acceso al goce. Este límite no organiza el mundo social ni orienta el deseo hacia un objeto, sino que opera en el interior del sujeto como una barrera frente al exceso de "lo real". Aunque se apoye en la idea de un Otro, su eficacia es interna. En términos lacanianos, aquí actúa la función del "Nombre del Padre", no como autoridad externa, sino como inscripción simbólica que introduce un corte frente al goce "mortífero". Sin este límite, el sujeto no entra en conflicto con la ley social, sino que queda atrapado en circuitos de repetición, adicción o violencia sin sentido.
La diferencia entre estos niveles es decisiva. El primer límite pone en marcha el deseo. El segundo hace posible el mundo común. El tercero preserva al sujeto del exceso que lo desintegra. Confundir estos planos conduce a errores frecuentes. No todo límite oprime. No toda prohibición erotiza.
Estos niveles no son abstracciones teóricas. Se encarnan una y otra vez en los relatos que la humanidad ha utilizado para pensarse a sí misma. Veamos su anatomía en algunos mitos fundamentales.
3. La anatomía del límite en la mitología
La estructura revelada en el Edén no es una excepción, sino un arquetipo psíquico que se repite en numerosos mitos fundacionales. En todos ellos, el límite no aparece como una prohibición moral del tipo “esto es malo”, sino como un principio estructural que orienta la acción para que no se vuelva autodestructiva.
Prometeo: el límite del tiempo ritual
Prometeo, titán aliado de los hombres, roba el fuego de los dioses para entregárselo a una humanidad indefensa. Zeus lo castiga encadenándolo a una roca, donde cada día un águila devora su hígado, que se regenera por la noche para que el tormento sea interminable.
Aquí, el fuego representa el saber técnico en estado puro. La falta de Prometeo no es el robo, sino la abolición del intervalo. Entrega el saber sin que exista un proceso de espera, aprendizaje o mediación que permita inscribirlo en un orden humano.
El hígado que crece y es devorado una y otra vez es la imagen del goce mortífero: un ciclo de consumo y regeneración sin fin ni propósito, no muy distinto del de las adicciones o la productividad tóxica contemporánea. El mito no condena el conocimiento, advierte que un saber sin tiempo se vuelve contra quien lo posee.
Ícaro: el límite de la condición material
Para huir del encierro, Dédalo construye alas de cera y plumas para él y su hijo Ícaro. Le advierte que no vuele ni demasiado alto, donde el sol derretiría la cera, ni demasiado bajo, donde la humedad del mar pesaría sobre las alas. Ícaro, embriagado por la experiencia del vuelo, ignora la advertencia, se acerca al Sol y cae.
El error de Ícaro no es moral, sino estructural. Confunde la herramienta con la omnipotencia. El límite define un corredor de posibilidad entre la fusión con lo divino y la disolución en lo informe. La caída no es castigo, sino consecuencia. El límite no reprime el vuelo; lo hace posible.
Orfeo: el límite de la paciencia simbólica
Orfeo desciende al Inframundo para rescatar a Eurídice de entre los muertos. Hades le impone una sola condición: no mirar atrás hasta que ambos hayan salido a la luz. Justo antes de lograrlo, Orfeo se vuelve perdiendola para siempre.
La prohibición de voltearse no protege un secreto, sino preserca el tiempo de la espera. El error de Orfeo no es la duda, sino la impaciencia y la angustia de no saber si ella lo sigue. Al exigir una certeza visual inmediata, pierde aquello que solo podía sostenerse en el tiempo simbólico. Algunos umbrales solo se cruzan respetando su ritmo.
Los Vigilantes, Libro de Enoc: el límite entre órdenes
En el Libro de Enoc, los Vigilantes abandonan el cielo para unirse a las mujeres humanas y transmitir saberes prohibidos. No se trata de un exceso puntual, sino de la abolición deliberada de la frontera entre lo divino y lo mundano.
El resultado no es liberación, sino caos. Cuando el límite entre lo divino y lo humano desaparece, el mundo se vuelve inhabitable. El límite aparece aquí no como barrera opresiva, sino como condición de integridad para el mundo.
4. La paradoja contemporánea: la libertad que vacía el deseo
Hoy vivimos bajo un paradigma inverso al de los mitos antiguos. El mandato dominante ya no es “No harás”, sino un expansivo e incesante “Haz lo que quieras”. Sin embargo, al eliminar el “No” estructurante, el “Sí” absoluto no abre un espacio de libertad, sino un vacío insaciable que el superyó se encarga de llenar con nuevas exigencias.
Goza. Disfruta. Realízate. Sé la mejor versión de ti mismo.
Este imperativo no libera al sujeto, lo agota. El superyó contemporáneo es más voraz que el antiguo: ya no castiga la desobediencia, sino la insuficiencia. Si antes la culpa surgía por transgredir la ley, hoy aparece por no gozar lo suficiente, por no ser feliz, productivo o pleno en el grado esperado. La serpiente del Edén ya no susurra una tentación; se ha transformado en un coach de vida que exige una plenitud constante.
Frente a esta dispersión, reaparece la función del rito. No el rito institucional o religioso, sino el ritual cotidiano. El rito no impone sentido desde fuera ni promete salvación; introduce un corte. Reduce el campo de lo infinitamente posible para que algo pueda insistir: un deseo, una práctica, un vínculo, una forma de habitar el tiempo. Allí donde todo parece permitido, el rito devuelve un borde. Y con él, la posibilidad misma de desear.
5. Habitar el límite, el rito cotidiano y el deseo
Habitar lo cotidiano como rito devuelve algo que el mundo contemporáneo intenta borrar: la dignidad del final. En un contexto que idolatra lo nuevo, lo inmediato y lo ilimitado, aceptar un cierre es un acto de resistencia simbólica.
El Jardín del Edén no es un paraíso perdido, sino el mapa de una fantasía peligrosa: la del goce sin falta. La madurez no consiste en abolir todos los límites, sino en aprender a vivir dentro de aquellos que hacen habitable la existencia.
El límite no es el enemigo del deseo, es su condición de posibilidad. No es una pared, sino el marco que hace visible el cuadro. Solo allí donde hay orilla puede haber mar. Y solo allí donde el deseo acepta no exigirlo todo, es donde puede comenzar a respirar la única libertad que nos pertenece.
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