Lo lamento, pero no hay Cura
Vivimos buscando curas: para nuestras ansiedades, nuestras frustraciones, nuestras repeticiones sin fin. Pero Lacan nos recuerda con crudeza y verdad: no hay cura.
La psique, como él mostró, está tramada en tres registros: lo Real, lo Imaginario y lo Simbólico. De esa división surgen las tres estructuras fundamentales de lo humano: psicosis, perversión y neurosis. Cada una se ancla en una constelación de miedos y, una vez formada, queda fijada. No hay cura en el sentido de borrar o cambiar de una estructura a otra.
Los niños no nacen neuróticos, perversos o psicóticos. Llegan al mundo indiferenciados, aún sin estructura. Es a través de la familia, del lenguaje y del deseo que el niño se divide y se coloca en un lugar. Como mencioné en un post anterior, un hijo de un padre psicótico y otro neurótico puede situarse en una estructura perversa. Dos padres neuróticos suelen engendrar hijos neuróticos. Padres narcisistas tienden a producir hijos narcisistas o, en su defecto, obsesivos, histéricos o compulsivos. Como dijo Ortega y Gasset: “Yo soy yo y mi circunstancia.” No nacemos “locos”, pero al entrar en el mundo del lenguaje y las normas, nuestra incompletud se fija en una de las tres estructuras psíquicas.
Podemos ver estas mismas estructuras reflejadas en la vida social. Grupos que, más por diseño que por defecto, se comportan como:
• Empresas neuróticas, regidas por reglas, prohibiciones y culpa.
• Religiones psicóticas, cerradas a la duda para mantener la certeza absoluta.
• Amistades perversas, sostenidas por rituales íntimos, jergas propias y escenas compartidas.
Claro está, estas son generalizaciones. Muy pocos grupos se elevan en busca de algo distinto: un equilibrio simbólico más alto. Viene a mi mente la Masonería, que brilla como ejemplo claro: comunidad donde distintas personalidades y creencias se unen en torno a un ideal ético de superación y responsabilidad moral, enlazados por un deseo común de conocimiento y mejora (lo que los hace universales). Ciertas órdenes sociales con sus votos y disciplina, o asociaciones cívicas como el Rotary, orientadas al servicio y a la ética, también se encaminan en esa dirección. Sin embargo, es la Masonería, con su alquimia de ritual, fraternidad y filosofía moral, la que encarna de forma más plena la búsqueda de ese equilibrio simbólico.
Por equilibrio simbólico entiendo el esfuerzo de llegar a ser lo que llamo el hombre simbólico. No un género, sino un modo de ser: un sujeto capaz de sostener la Ley, el Deseo y la Falta de manera madura. El hombre simbólico no es una estructura inconsciente, sino una postura consciente, una posición ética. Es la posibilidad de apartarse de la repetición, de elegir con deliberación, de negarse a que nuestra estructura dicte cada paso.
Aunque el psicoanálisis lacaniano no promete cura, abre un espacio de elección y de introspección. Un espacio para decidir, incluso cuando la psique se revela bajo el peso del estrés, el peligro o la crisis. Allí, cuando caen las máscaras, el sujeto se enfrenta a su verdad. Y si logra ser consciente, puede nombrar sus trampas, sus fantasmas, y actuar en consecuencia.
No hay cura para las enfermedades de la psique, pero sí un camino. Quien lee estas líneas en busca de herramientas para sus tormentas internas ya lo está recorriendo. Reconocer los propios miedos, identificar la estructura de uno mismo, elegir con conciencia en lugar de repetir a ciegas: ese es el trabajo.
Nuestros sinthomes—esas creaciones únicas que nos anudan—son la manera de vivir con lo incurable. No son cura, sino sostén; no eliminan, pero transforman. Son lo que nos mantiene en pie cuando todo lo demás falla. Ningún psicólogo, ninguna autoridad externa hará magia por nosotros. El trabajo nace del deseo del sujeto de orientarse hacia el hombre simbólico: esa posición de equilibrio que provee herramientas internas y externas para cuidar de sí y de los otros. Esta verdad, aunque dura, libera: la dignidad, la responsabilidad y hasta la felicidad no provienen de la cura, sino de aprender a vivir con nuestra falta.
Ese trabajo es siempre social. Ortega y Gasset lo dijo con exactitud: “Yo soy yo y mi circunstancia.” Nuestra estructura se teje siempre en relación con otros, y por ello el reconocimiento implica a la familia, a la sociedad y a la comunidad.
Aspirar al hombre simbólico no es curarse, sino aprender a vivir con dignidad, responsabilidad y conciencia—monstruos incluidos. Es vivir con el objeto petit a, ese núcleo mínimo de deseo imposible de borrar, y sostener la Ley, el Deseo y la Falta sin derrumbarse. Ese es el camino.
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