La Belleza, el Deseo de Muerte y lo Sagrado Femenino
En el mundo actual, bombardeado por imágenes de un ideal inalcanzable, la niña aprende a constituir su identidad no a través de su propia experiencia, sino a través de una mirada externa y fantaseada. Primero, la de la madre; luego, la de la pantalla; finalmente, la del Otro social en su conjunto. La belleza se convierte así en la primera lengua del reconocimiento, el significante primordial que responde a la pregunta: “¿Quién soy yo?”. Mucho antes de comprender la vida, la niña ha aprendido la lección fundamental: ser mirada es existir.
Esta mirada no es neutral. Freud la llamó Ideal del yo, el patrón interiorizado que orienta la adecuación para ser “amada”. Lacan, a partir del yo freudiano, introduce el estadio del espejo y precisa que allí se instituye la primacía de la imagen y el punto de vista del Otro. En ese marco, el amor y el deseo se hacen sinónimos porque ambos pasan por la escena del reconocimiento: ser amada es ser deseada bajo la mirada del Otro. La hija absorbe esa mirada como medida de su ser. Por eso, la indiferencia de los otros no se vive como un simple desinterés, sino como una aniquilación simbólica. Un gesto mínimo duele como una herida porque pone en duda su lugar en el mundo del deseo y, por tanto, su propia existencia.
El narcisismo que desarrolla no es patológico, sino estructural. Es la armadura necesaria para sostener una identidad que se ha construido sobre la arena movediza de ser el objeto para el Otro. Es una moneda que se usa para sobrevivir en una economía psíquica donde su valor está siempre en manos ajenas.
Así, para muchas mujeres, la belleza no se vive como un don, sino como una tarea alienante. Una obligación de mantener la imagen especular a través de la cual fueron reconocidas. Perder esa imagen no es simplemente envejecer; es arriesgarse a una desaparición simbólica. El miedo, entonces, no es a la vejez, sino al silencio del Otro que ya no la mira. La mujer que se mira compulsivamente en el espejo, y en los rostros ajenos, no busca confirmar su vanidad, sino su propia existencia.
Ser mujer se vuelve una tarea doblemente pesada. Por un lado, la carga de una identidad que nunca se fija, pues, como diría Lacan, la mujer no existe como significante universal. Por otro, el lastre de encarnar lo sagrado femenino, una figura ambivalente donde conviven santidad y pecado. Ese icono bendice y condena a la vez: exige pureza y deseo, maternidad y disponibilidad, cuidado y fascinación. Se la nombra origen de la vida y al mismo tiempo se la hace responsable de la caída. La cultura la eleva como Madonna y la sospecha como tentación. En esa mezcla de idealización y culpa, el cuerpo femenino queda convertido en altar y en tribunal, portador del mandato de reproducir y del deber de expiar. Habitar ese doble mandato es casi imposible sin fractura, porque ninguna vida concreta puede sostener una exigencia que pide ser al mismo tiempo fuente y sacrificio, presencia amorosa y objeto perfecto para la mirada ajena.
El Espejismo Compartido: La Trampa del Deseo
Pero no hay pareja sin dos, y el hombre no es un verdugo libre, sino otro cautivo del mismo sistema. Él también es interpelado por el Ideal y programado para perseguir un objeto de deseo que es, en sí mismo, una construcción fantasmática. Él desea “a la mujer bella”, un significante vacío que la cultura se encarga de llenar con imágenes. Ambos quedan atrapados en un baile de espejismos: ella, esforzándose por encarnar el objeto a, el objeto causa del deseo, y él, persiguiendo esa sombra sin comprender que lo que desea es, en última instancia, inaprensible.
El escenario social no hace más que dramatizar y amplificar esta herida original. Grupos de amigas, a menudo de manera inconsciente, se empujan mutuamente hacia la lógica de ser elegidas. La fiesta se convierte en el escenario donde el valor se pone a prueba. El beso, la aventura, funcionan como comprobantes simbólicos: “Soy deseada, luego existo”.
Pero en el vacío de la mañana, la verdad emerge. Fueron miradas, sí, pero no vistas; tocadas, pero no encontradas. La mujer que usa su belleza como anzuelo no busca el placer, sino sostener la imagen que garantiza su existencia para el Otro. Su cuerpo es apenas una superficie al servicio de la demanda ajena, mientras su voz, su pregunta por el ser, queda suspendida.
Así, la noche de diversión revela su verdadero rostro. No es búsqueda de goce, sino el deseo de desaparecer. Es el intento de suspender la angustia de estar sostenida por la mirada ajena, esa que no cesa de exigir cumplimientos y normas. Es un deseo de muerte (o como Freud lo llamaria: la pulsión de muerte) actuando en su forma más cruel: un suicidio simbólico donde no muere el cuerpo, sino la imagen que se volvió insoportable habitar.
Pero este gesto no libera. Lo que acontece es solo un cambio de personaje: la mujer correcta del día es reemplazada por la mujer desbordada de la noche. Una figura sustituye a la otra, pero ninguna nace del deseo propio. Ambas son respuestas a la misma exigencia social: encarnar un objeto coherente para alguien más.
La mujer destruye una imagen para refugiarse en otra, sin llegar aún a su propia palabra. Muere como objeto ideal y renace como objeto caído, pero todavía no aparece la mujer deseante.
El Silencio de la Voz Propia
La verdadera amenaza no es la insatisfacción sexual que empuja al carnaval de máscaras, sino el silencio interior cuando se apagan los aplausos. Cuando la belleza es la única lengua aprendida, la mujer pierde acceso a su propia voz. Se vuelve experta en atraer, pero torpe para elegir desde su propio deseo porque no sabe cuál es, oscurecido por un sinfín de expectativas ajenas. Teme la maternidad porque la asocia con el fin de ser objeto de deseo, y teme la soledad, o no ser madre, por quedar fuera de la expectativa social. El tiempo se vuelve enemigo. El espejo, juez. El amor, transacción. El resultado es el agotamiento del ser.El Trabajo de la Separación: Nacer de la Palabra
Vivir como sujeto significa realizar una separación que la lógica del espejo impidió. No se trata de un rechazo a la madre o al mundo, sino de una separación simbólica: poder sustraerse de la mirada que la define para poder, por fin, mirar ella misma.
La pregunta no es simplemente “¿Qué quiero?”, porque ese “qué” puede seguir siendo un objeto dictado por el mercado, la familia o la sociedad. La pregunta verdaderamente subversiva es “¿Desde dónde quiero?”, después de aceptar el vacío irreparable que nos constituye y al que ninguno escapa.
¿Desde el espejo del Ideal? ¿O desde el vacío fértil de mi propio ser, desde mi falta-en-el-ser?
No es un despertar repentino, sino un retorno ético. Es un movimiento lento y deliberado de habitar el propio cuerpo no como imagen, sino como sede de la experiencia; de escuchar la propia voz antes de que el mundo la traduzca en un cliché.
La mujer libre no rompe el espejo. Simplemente deja de vivir dentro de él. La mirada que antes la definía pierde su poder de dictar su ser.
La mujer libre no rompe el espejo. Simplemente deja de vivir dentro de él. La mirada que antes la definía pierde su poder de dictar su ser. Y entonces una mujer vuelve a nacer desde su palabra. Se da un nombre propio, gira sobre sí misma para terminar distinta, inmune a la mirada.
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